sábado, 23 de mayo de 2009

EL MELON DE ALBAIDA DE ROSA DIAZ


EL MELÓN DE ALBAIDA
Foto:La Fiesta del Melón en 1962

Albaida, en lo más alto de la cornisa del Aljarafe, perteneció al Cabildo Catedral de Sevilla hasta que en el siglo XVII pasó al señorío de los conde-duques de Olivares. Si don Fadrique le construyó una atalaya a la que los propios del lugar acabaron llamando la Torre Mocha, el paso de Roma ya le había dejado cierta afición a la búsqueda de metales que, para algo, batió moneda autóctona. El Guadiamar, conocedor de meandros que amparan a garzas y a fochas y a tantas devociones, que lamió los pasos de los que iban hacia Astarté y de los que van hacia la Blanca Paloma, la merodea desde su rama “dulce” y se junta por sus territorios con el río Agrio, que llega de las minas de Aznalcóllar y sabe a pirita y a desastre ecológico. Albaida, matriarcado de Soleanas y Cruceras que hacen a sus hijos a su imagen y semejanza, es un pueblo donde pesan los ovarios y las tradiciones y era la patria del Melón de Secano; sí, lo pongo con mayúscula porque el nombre debería haber sido denominación de origen al igual que sus garbanzos, que se estrenaban por la Virgen del Carmen hechos en potaje con una chispa de bacalao, y digo chispa, porque no es bueno olvidar que de lo humilde y de lo poco también se llega a la artesanía y a saciar a las muchedumbres. Pero hay algo que lamento, y es que no se pusieran de acuerdo los albaidejos en hacer una cooperativa a tiempo para comercializar y darle valor al melón, hacerle un precio común y defenderlo como un verdadero patrimonio, en vez de malbaratar las cosechas de sus minifundios para venderlas antes que el vecino.

Si Isak Dinesen y Meryl Streep tuvieron una granja en África yo tuve una casa en Albaida. Su nombre está escrito en mi libro Tótem como el de Arenis de Mar lo está en Cementerio de Sinera por Salvador Espriu. Ella es mi “Adiabla” y allí están mis rosas y mi yedra y mis azulejos del Quijote. En ella está la baranda y la azotea por donde tantas veces a la caída del sol, comparaba a sus olivos con el Arz Ar-rab, los cedros de Dios en el Líbano y, cómo no, allí están también parte de mis recuerdos.

El melón reposaba en lo oscuro salvaguardándose del calor. Del frescor del suelo pasaba al frigorífico y luego se desencadenaba un acto sensual del que participaban los cinco sentidos. El verde era profundo y brillante y amarilleaba levemente por sus protuberancias de piel de sapo, palpables al tacto. El cuchillo, como arco de violín, te hacía oír el crujido musical de su carne en punto de maduración, dura y casi blanca. Entonces olía a verano, a flor comestible, a reparto ecuménico y, por fin, paladeabas la misión cumplida de la tierra con el dulce justo que ni es estridente ni empalaga, un tempo moderatto y perfecto.

Jamás he vuelto a comer melón, para qué. Aquello era una tajada de sol frío. Sí, creo que solamente era eso.

Rosa Díaz
(Publicado en ABC de Sevilla el 19 de agosto de 2003).

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