Grecia. Revista de Literatura. Año II, nº 10, 1 de marzo de 1919, Sevilla, c/ Amparo, 20.
Director: Isaac del Vando Villar Redactor-Jefe: Adriano del Valle.
Rosa Blanca
(1912)
A Miguel Romero y Martínez, constelador e insigne literato
I.
El sol lánguido y tenue va declinando: clamorean las últimas campanas vesperales y su armonía rasga el espacio como si fuera de seda y va trazando en el aire la ondulación sonora y fugitiva; en la vega aljarafeña, los árboles quietos, dejan que el sol se prenda amoroso en sus penachos. Un horizonte de púrpura acaricia voluptuoso dos gemelas montañas, que cual senos de núbil se yerguen sensuales e impolutas.
A lo lejos, vislúmbranse vagamente, foscos y polvorientos cipreses, entre los cuales se destaca, siniestra como un fantasma, la conventual mansión de las monjas de Santa Inés. Este edificio es de un estilo gótico y su parte alta hállase circundada de ventanales negruzcos y carcomidos por la acción de los siglos.
Por una vereda camina la pastora, rostro al Monasterio: es una zagala de frente dorada como pan de trigo y su sonrisa amable como la hostia Santa; en sus ojos fulgura, tembloroso, un lirio azul y místico como una salve. Se llama Arístida, y en su rostro se esfuma la infancia.
En la Comunidad se la miraba con recelo, censurándole sus ingenuidades y sus relatos de apariciones fantásticas ...
II.
En el monstruoso recinto, reinaba un silencio tumular, que fue interrumpido por el eco lejano y armonioso de la esquililla de la piara de Arístida.
La Comunidad en pleno, atravesaba, silenciosa, una imponente nave, iluminada por lámparas de plata, que expandían destellos de violeta.
Caminaban lentamente para entonar la salve de gracia ante la Virgen colocada en la Capilla. Nubes de incienso abocetaban sus figuras blancas y daban al ambiente un olor místico de santidad ...
Terminada la ceremonia, la superiora, madre Isabel, con el índice en la mejilla, como aparece Santa Teresa en los lienzos antiguos, musita breves palabras y las monjas le siguen a la Sala Capitular donde, una vez acomodadas en sus respectivos sitiales, madre Isabel les dice: "Oh, amantísimas hijas y discretas madres!; esta mañana, cuando aún apercibíase en el cielo el lucero del alba, puso en mis manos una epístola la hermana tornera, del noble y magnífico señor don Diego de Avendaño, donde se me comunica la firme resolución de su hija Rosa Blanca de pasar en esta Abadía una larga estancia. Hasta mí ha llegado el rumor de que Rosa Blanca está tísica a causa de una grande y terrible emoción. Así es, que debéis tener el mayor cuidado para cuando ella venga a este Monasterio."
Y las monjas se dirigieron a sus celdas al propio tiempo que por los vitrales se veía el cielo con el triunfo de la luna llena.
III.
La noche seguía en su mágico silencio, y madre Isabel hallábase sentada en un severo sillón del siglo XVII; tenía la vista clavada en las baldosas y entre sus manos un libro y un rosario milagroso.
He aquí que ella esperaba la próxima llegada del magnífico Don Diego de Avendaño.
Un reloj de timbres musicales dio la una, hora fijada por Don Diego para entregarle a la gentil Rosa Blanca.
Su lacerado corazón sintió el ruido alegre de los cascabeles de un carruaje. La hermana tornera, sigilosa, abrió la puerta; Don Diego y Rosa Blanca penetraron en el recinto. Al pasar por delante de la capilla, Rosa Blanca se detuvo para contemplar en las sombras "Los desposorios de la Virgen", lienzo de Roelas. Una vez examinado el cuadro, Rosa Blanca miró a su padre enigmáticamente. ¡Oh, aquel cuadro trajo a su memoria sus ilusiones frustradas!
Madre Isabel acogió en su seno a la ilustre enferma, acompañándola hasta su celda.
IV.
El año anterior, en una breve tarde de santidad y de fragancia, Rosa Blanca encontrábase en su hacienda próxima a la villa de Albaida y en el lugar denominado la Cárcava. A corto trecho, vio a un hombre tendido, que impasible admiraba el paisaje que a su vista extendíase:
- ¿Usted por aquí? -preguntó el hombre, sorprendido, a Rosa Blanca.
- Yo soy; le suplico no me tome por un hada de leyendas de ensueño.
- En verdad que os habéis presentado ante mis ojos, como al conjuro de una varilla mágica, porque hace un instante, vuestro recuerdo me inquietaba vivamente.
- Bah, esas son gentilezas de poeta, yo también os recuerdo cuando leo los diarios.
- ¿Cuando leéis la prensa nada más?. En otros momentos, ¿no me recordáis?
Rosa Blanca balbuceó con rubor:
- ¡Pero qué indiscretos sois los escritores!
- Nuestra misión es investigar, descubrir ...
- ¿Dónde habéis estado esta primavera que no se os ha visto por ningún lado?
- He estado enfermo.
- ¿Oh, estáis pálido aún!
- Ello no tiene importancia, fue sólo un ataque de ictericia.
- Habréis venido, oh poeta, a inspiraros a esta aldea; creo me dijisteis, allá en la ciudad, que aquí pasasteis los años primeros de la infancia.
- ¡Oh, sí, soy de este bendito pueblo!
Hubo una pausa que Rosa Blanca interrumpió preguntando:
- ¿Creéis en Dios?
El poeta respondió afirmativamente y luego habló:
- Os habrán dicho, oh dulce amiga, que soy un ateo, que por aberración de la naturaleza he venido al mundo, pero a su elevado criterio bien se le alcanzará que mi manera de sentir, amplia, es muy distinta a como el vulgo la interpreta.
- Conozco la belleza de su alma, porque he leído sus obras.
- ¡Oh, cuán gentil sois! Si hubieseis nacido en otra época, con las bellezas y las bondades que atesoráis, pudierais haber sido una reina como Santa Isabel de Hungría.
- ¡Oh, por qué dirá la gente que sois malo, cuando tenéis un bello corazón!
- Gracias -dijo, conmovido el poeta.
- Pero yo os adoro fervorosamente.
Rosa Blanca dijo aquellas palabras con cierta sonrisa maternal, que hicieron enrojecer al poeta.
- Yo también, -decía éste, -os idolatro; la esperaba hace muchos años, oh, mujer presentida, porque tú eres la ilusión soñada.
Rosa Blanca le oía en un abandono voluptuoso, y las matas de tomillo y cantueso movidas por el céfiro del sur, perfumaban aquel magno sortilegio amoroso.
- Recuerdo. oh dulce amiga, que el primer día que te conocí, me dijiste que no comprendías, cómo siendo yo un espíritu inquieto por todas las manifestaciones de la belleza, me había rendido ante tu amor. Yo en aquel ambiente de frivolidad, apenas pude contestarte. Hay confesiones que sólo se comprenden en los momentos de alta y diáfana espiritualidad. ¡Amada, la hora es propicia! Quiero que mi voz encierre en el vaso sagrado de tu pecho, la semilla de la abnegación; porque mi amor será eterno e inmortal; nuestra vida futura estará colmada de augurios porque creeremos en el más allá de la vida.
V.
Aquellas escenas amorosas se repitieron algunas tardes; sus almas diríase que se habían fundido en una sola; pero un día, el hado negro y terrible rompió el idilio, y Rosa Blanca fue encerrada por largo tiempo en sus habitaciones por mandato paterno.
El poeta Daniel desde entonces sólo pensó en la muerte y la buscaba como si ésta fuese una rima difícil.
Murió en un duelo.
VI.
Rosa Blanca, desde el mirador de su celda, sentía el aullido de los lobos hambrientos y temía que pudiera alcanzarle algún peligro a la zagala Arístida a quien amaba con un cariño inmenso, porque servíale de compañera en aquel lento morir de su existencia. En aquellas noches, Rosa Blanca, evocaba la imagen de Daniel; le presentía bajo la tierra, mojada de lluvia, confundida con sus substancias... Su sangre roja daría amapolas; fulguraría su pus en las blancas azucenas; su plectro lírico haría florecer los lirios morados de los calvarios del dolor... ¡Sus ojos! Ellos, en la noche darían los fuegos fatuos.
- Daniel –clamaba con infinita angustia -mi Daniel, ya no vives en este plano.
VII.
Arístida llegaba en las mañanas llenas de sol, a la celda de Rosa Blanca llevándole la cándida visión de sus corderas ... La dama prócer y la sencilla pastora dialogaban juntas, como antiguas amigas. Y Arístida contaba primitivas historias, que tenían un grato perfume de hierbas montañeras.
- Era una Virgen, señora; a su lado tenía abierta una zanja, llena de zafiros, de gemas y piedras riquísimas. Me llamó con su mano blanca que parecía un arco... Su cabeza circundábase de una aureola azul que me seducía. Me aproximé hasta verme en sus ojos como en las aguas de un lago, y caí desvanecida.
- ¿No le pediste un milagro? –preguntó Rosa Blanca.
- Me daba miedo, señora.
Así transcurrían las horas en la serenidad del sacro recinto. Luego, Arísrida se alejaba tras la blanca mancha de sus corderas por los caminos del Aljarafe.
- ¡Adios, Arístida, hasta mañana!
- ¡Hasta mañana, señora!
VIII.
Rosa Blanca íbase apagando lentamente. Varias monjas de la comunidad rodeaban el lecho, tratando de consolar sus últimas horas. Ella, con los ojos desmesuradamente abiertos, como espantados ante la enorme interrogación del infinito, apenas escuchaba las exhortaciones de las madres.
Arístida, guiada por su ingenua superstición, colocó a los pies de la cama de la enferma una cordera preñada.
De fuera, llegaba la fragancia primaveral; un rayo de sol doró la frente sudorosa de Rosa Blanca. Sus pupilas parecían contemplar el Nirvana prometido a su alma búdica.
Un estremecimiento de agonía le contrajo la boca en un supremo gesto de angustia.
Había expirado.
Y en aquel mismo instante la cordera que Arístida colocó a sus pies, auguralmente, paría con dulces gemidos de dolor.
ISAAC DEL VANDO VILLAR
Copia literal extraída de la citada Revista y número indicado, págs. 10-13.
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