sábado, 23 de mayo de 2009

ARTICULO EN LA REVISTA GRECIA:LA HERMOSA RAQUEL


Grecia. Revista de Literatura. Año I, nº 5, 15 de diciembre de 1918, Sevilla, c/ Amparo, 20.
Director: Isaac del Vando Villar Redactor-Jefe: Adriano del Valle.

Cuento quincenal
LA HERMOSA RAQUEL
"Allá por los años de mil cuatrocientos, antes que los Reyes Católicos dieran feliz término a la gloriosa campaña comenzada por el gran astur Pelayo, derrotando al Emir Abderramán en Covadonga, cuando aún reposaba el viejo musulmán bajo el cielo siempre azul y transparente de Andalucía, halagado por las suaves brisas de sus vegas, y el ardoroso sol meridional tostaba con sus dorados rayos la blancura de los ondulantes alquiceles, cuando aún resplandecía la media luna irguiéndose sobre las doradas cúpulas de la corte de los Al-hamares, y aún vivían entre nosotros los sectarios de Mahoma; fue la Ciudad de las naranjas de oro, teatro donde tuvo lugar el desarrollo de un drama, y su historia, tomando caracteres de legendaria tradición, llegó hasta mis manos pecadoras, envuelta en ese misterio que presta a los remotos acontecimientos, la fantasía sevillana.
...He aquí, como en una calle de las más tortuosas y estrechas del barrio de Santa Cruz, vivía un comerciante judío llamado Jacob, poseedor de una fabulosa fortuna de ignorado origen; su historia era nebulosa, corrían ciertos rumores de sus antecedentes en la corte del Rey Osmín de Granada, donde ejerció muy pocos honrosos cargos; complicábasele en el crimen cometido años atrás en la corte de los agarenos y se le achacaba la desaparición de una niña mahometana, a quien guardaba como preciosa joya que en un día no lejano había de hacer aumentar su ya crecido caudal con su rescate.
II
Pobre y mezquina en apariencia era la tienda de Jacob, pero he aquí, que el interior de su morada no la desdeñaría un príncipe: anchurosos salones con magníficos artesonados de alerce, de afiligranadas y vivamente coloridas labores; paredes caprichosamente esmaltadas de artísticos encajes, suntuosos patios con elevados zócalos de azulejos de mil reflejos, y donde severas arcadas de calada yesería se apoyaban voluptuosas en elegantes columnas de labrado mármol.
Era, en verdad, inapreciable museo de arquitectura árabe, pintoresco alcázar de mahometano sultán. ¡Allí, las finísimas sedas granadinas y malagueñas, las telas recamadas de Italia, brocados de Siria, sargas riquísimas de Damasco, alfamares de Chinchilla, arábigos perfumes, ajorcas de costosa pedrería, gargantillas, zarcillos, terciopelos! ...
En aquella casa, entre aquellas riquezas, vivía en compañía de Raquel a quien respetaba y estimaba como al montón de monedas que ocultara en el rincón del húmedo subterráneo.
Era Raquel de regular estatura; su piel finísima, como carne de nardo, de un moreno pálido, que contrastaba con sus hermosos ojos negros y sombreados por los arcos temblorosos de sus pestañas. Al través de su blanco y perfumado alharyme, se adivinaban unos labios sangrientos, donde dormía olvidado sueño, la primera sonrisa de ventura, la primera frase de amor, envueltos en una aurora de resplandores lujuriantes.
Las elegantes curvas de su escultural garganta, se perdían voluptuosas en las brillantes sartas de preciosos aljófares, que orgullosos se ceñían, en artístico abandono, y sus irregulares perlas rozaban las coronas pentélicas de sus senos, hermoseando el sublime conjunto que pudiera aceptarse como peregrino retrato de una de las encantadas huríes del paraíso de Mahoma.
¿Cómo decirle el secreto de su corazón a Jacob? ¿Cómo hablarle de su amor por el cristiano que vio a través del angrelado ajimez, al frente de las deslumbradoras huestes castellanas? ¿Cómo decirle que su corazón latía impulsado por el más puro sentimiento, que si bien naciente en su alma, todo el hielo de los Alpes no entibiaría un grado su ardiente fuego morisco?
III
La luna melancólica, por medio de su invisible escala de diamantes, servía de confidente a Raquel. Ésta le preguntaba por su adorado, cuando rasgando las sombras de la noche, avanzaba majestuosa, entre las dentadas siluetas de la antigua Mezquita; y cuando sus dulces rayos descendían, iluminando sus mórbidos contornos, fingía su soñadora fantasía una llamarada de amor.
Raquel amaba con todo el ardimiento de su sangre africana. ¿Lo sabía Alfonso? ¿Entendió el mudo lenguaje de sus expresivos ojos, que en elocuentes moradas de inefable amor le prometía el tesoro de su cuerpo núbil?
¡Sólo Alah, el Altísimo, el inmutable, el Sustentador, pudiera dulcificar la amargura de su alma!
IV
- Habla, cristiano, háblame de tu Dios, de esa Virgen, que en brillantes hilos de oro y plata llevas bordada en el arzón de tu montante de guerra. Háblame de ella, así como también de la figura más poética de tu religión, de la que os protege en las más encarnizadas batallas. Quiero oírte, siento que a mi corazón le sirven de balsámico consuelo tus palabras, que llegan a mis oídos en delicadas notas de guzla, en cantos de surtidores maravillosos, desgtranándose sobre el pórfido de las fuentes ... Quiero oírte, quiero oírte ...
- Yo te hablaré de mi religión, hija del árido desierto. Sin la luz de tus ojos, ¿oh hermosa Raquel! todo es sombra, sin el timbre sonoro de tu garganta, la música no tiene armonía, sin el fragante aliento de tu boca, no tienen perfume las flores, sin el carmín de tus labios, oh hermosa Raquel, no tienen colores y se mustian ... se marchitan.
- Por tu Dios nazareno, -arrullaba Raquel- Llévame contigo, lejos de aquí ... soy tuya ... Te amo.
El alazán cordobés, de relucientes cascos, orgulloso de su preciosa carga, emprendió vertiginosa carrera, siguiendo las orillas del Guad-al-Kibilr, que parecía entonar un salmo con el suave ritmo de sus rizadas indas, mientras Alfonso, enlazaba entre las suyas las manos de lirio de Raquel, desfalleciente entre sus brazos, después del supremo acto, realizado bajo los naranjos en flor, cubiertos sus cabellos de azahares, que derramáronse sobre su cabeza como nupciales símbolos y llenos los ojos de lágrimas que semejaban el rocío del Parasceve oriental ...
V
Jacob, en su miliunanochesco palacio, entre la fastuosidad de sus tesoros, con la frente apoyada sobre la mano miserable, meditaba un plan terrible ...
La lámpara, colmada de óleo perfumado, iluminaba siniestramente su rostro grave y litúrgico de semita ...
VI
- Yo lo sabré -decía Alfonso, sumido en la más honda amargura. -Yo la buscaré por todo el mundo. ¿Qué me importan las penalidades del pescador de perlas, si yo también he de luchar con un mar embravecido hasta hallar la concha que esconde a mi Raquel? ¡Oh, miserable Jacob, que has truncado con tus malas artes, un amor que nacía!
Jacob, en efecto, habíale, a su vez, robado a Raquel, sin que el valiente mesnadero, por más pesquisas que realizó, pudiera dar con ella, ni penetrar en la casa del mercader.
Una noche, sumido en su dolor, seguía Alfonso a lo largo del sombrío murallón de una calleja, cuando advirtió una extraña sombra silenciosa que se adelantaba hacia él. Sorprendido, buscó el puño de su espada. El fantasma avanzó y muy cerca, con voz aterradora, exclamó:
- La maldición de Jehová caiga sobre ti, odiado nazareno.
Levantó el puño armado de puñal para descargarlo sobre Alfonso. Éste, con serenidad, evitó el golpe, e introduciéndole la espada por debajo del brazo, buscó con su afilada hoja el corazón de aquel hombre, que cayó a sus pies sobre charco repugnante de sangre. Desnudó el cadáver y, obedeciendo a una súbita idea, se vistió con la ropa del israelita, dirigiéndose a casa de Jacob.
VII
- Jehová te guarde, buen Jacob.
- Y a ti también, ¿Qué deseas?
- Quiero comprar.
- Entra, pues de todo tengo, desde los dátiles de Berbería hasta el riquísimo tapiz bordado de la Persia.
- Ya lo sé -dijo el recién llegado con marcada intención. - Por eso vengo a tu casa; dime, ¡qué tendrías que sirviese para amarrar mi túnica? Perdí la faja y no es cosa de andar así.
- Pasa adelante y te deslumbrará el brillo de lo que hay.
Entró en la tienda de Jacob el personaje, que no era otro que Alfonso disfrazado de judío, y después de mirar a todos lados, fijó sus ojos en un cordón de seda azul.
- Éste podría servir para el objeto, pero no me satisface -arguyó Alfonso. -Busca, por si tienes otro.
- No, no tengo más que ese, te lo daré muy barato.
- El precio no importa. ¿A ti te agrada?
- ¡Ya lo creo! -dijo con énfasis propio de buen mercader- no encontrarías otro mejor.
- Es delgado, mira si en el subterráneo, en ese nido oculto que tiene tu casa, encuentras lo que busco.
- ¡Cómo ...! ¿Qué dices? ¡Si mi casa no tiene subterráneo!
El rostro de Jacob se cubrió de una palidez mortal.
Su fisonomía tomó un aspecto de espanto, flaqueáronle las piernas y tuvo que apoyarse en la pared para no caer desmayado.
- ¿Ah, infame ...! ¡Te has descubierto! ¿Me conoces?
- ¡No, no!
- ¡Mírame y tiembla, miserable!
- ¡Oh, Alfonso!
- Sí, Alfonso, el esposo de la que llamas tu protegida, el cristiano que odias copn todas las fibras de tu corazón maldito.
- Con el cordón que aún tenía entre sus manos, echó al cuello del judío un lazo a modo de nudo corredizo, arrastrándole hasta el subterráneo, donde en la penumbra, envuelta en un ancho ropón con sus brillantes ojos arrasados en lágrimas, se encontraba Raquel.
- ¡Ah, la tenías condenada a una muerte lenta; no me enternecerán tus lágrimas de judío; no son de esas que rodando por la mejilla dejan eterna huella en el alma; son tus lágrimas muestra insolente del temor que te causa tu última hora: ella ha sonado para ti, aborto de Averno, recibe de mi mano el castigo!
Alfonso dio un fuerte tirón al doga amarrado al cuello del hebreo, que ajustándose a su garganta le ahogaba a la par que caía desplomado al fondo del subterráneo. Después tomó entre sus brazos el cadáver de la hermosa Raquel, que acababa de expirar por la impresión que en su alma causara la presencia de Alfonso y lo condujo ante la imagen de Nuestra Señora de la Antigua, diciéndola:
- Señora, yo he matado lo que más quería, justo es que yo también muera.
Y su tajante espada cercenó la cabeza de su tronco, al mismo tiempo que una luna argentada y fantasmal rielaba melancólica y temblorosa en la púrpura de la sangre del caballero cristiano ...
ISAAC DEL VANDO-VILLAR

Copia literal extraída de la citada Revista y número indicado, págs. 10-11.

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