Por fin llegó el día tantas veces diferido y aplazado de cenar en casa de mi amigo.
A pesar de mi optimismo de niño que siempre espera algún regalo de alguien, aquel día tenía el vago presentimiento de que algo raro me ocurriría.
Al subir la escalera de la casa de mi amigo y anfitrión, sentada en la parrilla de madera de la mesetilla del principal, había una de esas mujeres del pueblo, con cara de pepona, envuelta en un grueso mantón de colores abigarrados, con un pañuelo castizo que le tocaba la cabeza.
¡Tenía a sus pies una canasta de gallos vivitos y aleteando!
Aquella mujer no podía ser otra que la diosa Esculapio, porque Esculapio debió de casarse antes o después de ser dios; qué más da.
Durante aquella cena interminable y pascual, en la que mi buen amigo parecía buscar un desquite a sus incumplimientos anteriores, y sobre todo, en el momento de descubrir los más variados postres, con una elegancia fina, de prestidigitador, de pronto se me apareció la imagen del mascarón de proa de la escalera.
¡Parecía una castañera de ultratumba, o más bien la esfinge de los gallos!
Después, al bajar la escalera, solo y alumbrado por una cerilla, también me pareció ver aquella visión grotesca e infernal.
Creo que hasta sentí cacarear a los gallos.
Ya en mi cama, y repuesto del susto, no podía explicarme lo ocurrido; pero tenía un agujerito redondo en el pie derecho.
Un gallo me lo había taladrado como si fuese un billete del Metro.
Isaac del Vando Villa
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